lunes, 31 de mayo de 2010

La bandita

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Juan I****** era el más inteligente y tal vez el más malo de todos los miembros de lo que los demás llamábamos "la bandita". Además de lo poco que les importaba que les fuera mal en el colegio, de que muchos otros del grado no quisieran ser sus amigos, de que supieran o pudieran decir con suficiente convicción que sabían pegar (Pipi me mostraba dos modelos diferentes de piñas con la mano y me preguntaba "¿Cómo querés que te pegue, así o así?), además de todo eso y algunas cosas más, tenían primos y hermanos en séptimo grado cuando nosotros estábamos en tercero, y los primos eran igual de crueles que ellos. No era maldad profunda lo que profesaban, pero todos tenían muy arraigada esa manera infantil de la crueldad, con un matiz interesante que era que la mayoría de sus miembros parecían uno o dos años más grande cuando les hablabas. Debe haber sido porque tenían primos y hermanos más grandes, como cuatro años, y estaban acostumbrados a pelear con ellos.

Generaban una especie de admiración entre sus compañeros. Aunque los que no estábamos en la bandita no queríamos ser sus amigos, ejercían un magnetismo extraño sobre todos los demás. Si de repente uno, en un recreo, venía y te hablaba, entonces te sentías más piola, o más popular, o mejor. Yo traté un par de veces, haciéndome el distraído en los recreos, de hacerme amigo suyo, un poco inconcientemente y otro poco porque me gustaba Guillermina, una chica un año más grande que nosotros que junto con sus compañeras, que también me gustaban, era amiga de los de la bandita.
Juan I*******, Juani, era el sobrino de la señorita Verónica. Ella era una mujer de esas quemadas en todo el cuerpo, todo el año. Creo que usaba pulseras y collares dorados, no ostentosos pero sí dorados, y si me acuerdo mal y en realidad no usaba cosas doradas no importa, porque igual era una persona de esas que, al ser recordadas, pueden ser recordadas con cadenitas y pulseras doradas. Tenía el pelo lacio lacio y era muy bajita, igual que Juani.
Yo aterricé en el D** V*** Day School en tercer grado. Venía de una experiencia de un año en el Miguel de Cervantes Saavedra, que también era privado pero menos privado que el Day School. La primera mitad de primer grado la había hecho en capital, en el Wenceslao Posse, y la otra mitad la hice ya mudado a Del Viso, en la 44, una escuela semirural que quedaba a seis o siete cuadras de mi casa nueva. Iba en bici con Sheila.

Cuando me fui del Posse todos mis compañeros me hicieron un regalo: era una cartulina grande, celeste, llena de corazones de cartulina de color amarillo pálido, donde cada uno, y también la maestra, me escribió unas líneas de despedida. En esa época estaban de moda los stickers, y cada uno tenía un álbum con los suyos. El primero que tuve yo era malísimo; no se podían despegar los que pegabas. Después Sheila me compró uno mejor que todavía me acuerdo, con un pez espada saltando en la tapa, que era medio holográfica. La sensación que me daba mi álbum, los stickers que brillaban en la oscuridad, despegar uno para cambiárselo a alguien por otro, pasarle el dedo por arriba a los de felpa, no me la olvido y no se repitió.
En cada corazón había tres o cuatro stickers de cada uno. Las cartas de mis amigos eran hermosas. Apenas tres o cuatro líneas, pero escritas con el esfuerzo que implica escribir tres o cuatro líneas a la mitad de primer grado. Joel, uno de mis mejores amigos de toda la vida, participó del regalo, y uno de los corazones es de él.
Un día que vaya a Del Viso voy a volver a leer las cartas. Decían cosas como "Que te vaya bien en tu nueva casa", "Te vamos a extrañar" y "Te quiero mucho". Me emocioné mucho cuando me la dieron. Todavía me hace bien pensar en eso, como acordarse un final lindo de una película. La tengo en mi cuarto de Del Viso, enrollada, tirada entre muchos juguetes rotos, sobre la cucheta de arriba de mi cama.

Cuando entré a la 44 me agarré a trompadas por primera vez en mi vida. Al menos es el primer recuerdo que tengo de una agarrada. Acababa de entrar a la escuela, tenía la sensación de estar a prueba y sentía que todos me miraban. Pablo, uno del barrio que me había tirado buena onda el primer día, se me vino encima y arengado por otros me empezó a molestar. Me defendí dignamente y el que lloró fue él. Otro día me molestó uno de segundo grado, pero no me acuerdo qué pasó. Creo que al final no me pegó, y creo que yo lo convencí.
Matías era repetidor. Estaba en tercer grado pero debería haber estado en quinto. Era el más respetado de todos sin llegar a ser malo, no recuerdo haberlo visto maltratando a nadie. Sí era más rápido que los demás y te podía hacer quedar mal a la salida, si le daban ganas. Siempre tenía una gomera en la mano. Un día me mostró la cabeza de una paloma. Se la había cortado con el mismo piedrazo de la honda, y la exhibía, sin plumas, como un trofeo o un juguete. Le abría la boca y le tiraba la lengua. Es una de las fotos que tengo en la cabeza de esa época.
Una vez otro chico de segundo grado, o por ahí el mismo que al final no me pegó, se me sentó al lado en un recreo. Yo estaba agachado, en cuclillas, pero como se acuclillan los niños, apoyados sobre toda la planta del pie y con las piernas flexionadas del todo, haciendo encajar las rodillas en el huequito de las axilas. Yo, que siempre fui muy charlatán, no sabía qué decirle. Él estaba callado y miraba para adelante. De repente, me dijo,
- Los hombres se sientan así.
Y se acuclilló como un hombre, sobre la punta de los pies, con los brazos apoyados en las rodillas. Fue la primera lección de hombría que tuve, o la primera que dio resultado: nunca más pude acuclillarme así sin pensar "no, así se acuclillan los nenes".

En esa época tenía mucho miedo de que algo le pasara a mis papás. No podía respirar cuando llegaban tarde a buscarme, y tengo recuerdos muy claros de la escuela vacía, yo sentado solo en el patio esperando que llegaran, el sol de la tarde, la quemazón de la angustia en el cuello y en la cabeza, la bandera baja, el campo que se extendía después del alambrado, al lado del colegio. Me agarraban broncoespasmos. Me duraron hasta tercer grado. Después no tuve más.
Pasé poco tiempo en estos dos colegios, y a esa altura de mi vida mi entereza emocional era cuestionable. Era un niño muy feliz, pero muy sensible y un poco miedoso. No me daban miedo ni los animales ni los árboles, ni la directora ni Matías, pero sí me perturbaban cosas que no tendrían que haberme perturbado. Si mi papá dejaba el auto estacionado conmigo adentro, cruzaba la ruta para ir a la Rocca -la panadería del pueblo- y tardaba más de cinco minutos, yo empezaba a sentirme mal. Físicamente. La quemazón, el ahogo, el llanto. Era rarísimo. Ni sabía ni sé hoy a qué le tenía miedo concretamente, pero la situación me ponía muy muy mal. De a poco pasó, pero todavía prefiero estar con un amigo al lado si estoy de viaje en un lugar extraño.

Juani y sus amigos (Pipi, Tincho, Juanchi y otros miembros itinerantes) me recibieron mal. Para empezar, los primeros días me había hecho amigo de Tincho. Era un pelirrojo simpatiquísimo que también tenía un metejón importante con los dinosaurios. Cuando nos conocimos los primeros días -el también era nuevo- le entramos a la amistad por el lado de la ciencia y todo fue bien. Estábamos en el mismo grado también en inglés, porque los que no sabíamos tanto íbamos a segundo, así que nos acompañamos bastante.
Un día, cuando llegué al colegio, me recibieron Tincho y Pipi juntos en el patio. Entre otros cientos de niños que corrían alrededor, Tincho me dijo:
- No soy más tu mejor amigo. Ahora soy mejor amigo de Pipi.
Y se fue.
Me quedé solo, sin entender nada. ¿No podíamos ser todos amigos? ¿No podíamos ser todos mejores amigos? ¡Yo tenía como tres!
Y así se sucedieron los días. Me pedían poco cortesmente que los dejara entrar a la fila del comedor, y si uno ya estaba adelante mío hacía pasar a los demás con el viejo truco de "¿Me dejás y te dejo?".
Cuando era chico no me gustaba la lluvia, pero ahora me encanta. Tengo impresiones de días horribles por nublados, de esos que hacen que todo todo se haga gris, y yo haciendo la fila solo y sintiéndome miserable por culpa de esa manga de pendejos crueles en todas esas inexplicables formas.

Lo peor de todo pasó ya entrado el año. Yo gustaba mucho de Clara Lahore. Clarita había llegado al colegio a mitad de año, y todos nos enamoramos perdidamente de ella. Era hermosa. Todavía es. Ahora vive en otro país.
Naturalmente, gustó de Juani. Cuando los demás nos enteramos nos quisimos morir. Todavía no teníamos tan claro eso de que es muy fácil que la chica linda guste del chico malo. Se pusieron de novios.
Durante una clase Milton M******* arregló una pelea entre Juani y yo. No me acuerdo bien cómo empezó, pero mientras hablaban yo veía que alrededor mío se iba armando un evento del que no estaba seguro de querer ser parte. Milton amenazó a Juani:
- Te va a cagar a trompadas- le dijo. Yo sentía como hilitos que se iban tejiendo entre mis piernas, mis brazos, y solamente asentía. Creo que en todo el rato no dije nada.

Ese recreo traté de acercarme a Juani y desesperadamente, pero sin miedo, le pregunté por qué no quería ser mi amigo. Le expliqué que yo no quería llevarme mal con nadie. "Nunca tuve un enemigo", le había dicho a mi mamá unos días antes, visiblemente angustiado, pero refiriéndome a Pipi, que era el que más me maltrataba.
Juani no me escuchó, o no le importó. Me dio un golpe en la cara, con la mano cerrada. No me dolió. Miento: me dolió algo que no sé qué es. Sentí una angustia localizada en un lugar no físico, que ahora no puedo encontrar en mi mapa mental de lugares donde se sienten las cosas. Esta parte se pone borrosa, porque se ve que estaba muy incómodo. No lo tengo muy claro, pero supongo que había varios espectadores de esta especie de pelea. Siempre es así en la primaria. Creo que traté de seguir explicando, pero él me pegó de nuevo. Ahí terminó.
Nadie tuvo que separarnos, simplemente se terminó. Yo no me fui, él tampoco, pero creo que le pareció que dos piñas en la cara ya eran una pelea ganada. Me quedé con la sensación de que tenía muchísimas cosas para decirle. Hubiera querido, pero no pude.
Al rato, un compañero de Tato que había visto la pelea me molestó. Tato era el hermano mayor de Juani, siempre fue más bueno que los demás y nos llevamos muy bien en la secundaria. Con él y otros pibes fumé porro por primera vez y nos hicimos bastante amigos.
Que me molestara el compañero de Tato fue malísimo. Lo hizo adelante de todos mis compañeros, cuando estábamos entrando a la clase después del recreo. Para ser rigurosos, ni siquiera me molestó. Me miró.
- ¿Te cagó a trompadas?- Me preguntó, pero en realidad ya sabía cómo había salido la pelea. A él tampoco le dije nada.

Pocos años después me hice amigo de todos. Creo que la bandita dejó la niñez y con ella la crueldad, y entonces se hicieron un poco más sociables. Además, estoy pensando ahora, llegó el momento en que las pruebas no eran tan fáciles y venía bien tener un amigo traga. Los que estudiábamos nos sentíamos un poco idiotas cuando nos usaban así, pero también era divertido sentarse con uno de ellos por un día.

5 comentarios:

jimena dijo...

En mis recuerdos de larga distancia tu némesis era Pipi, y fué él y sólo él el que te robó el amor de Clarita, supongo que lo mezclo todo porque para mí los superhéroes sólo pueden tener un enemigo en toda su vida.
¿te contaron que si recibo el mail que espero voy a acabar con la vinchuca?

Niño Rata dijo...

Que genio que es Santi.

Anónimo dijo...

si si

Cocina comedor dijo...

No, no, el amor de Clarita no lo disputé. Directamente le gustó Juani.

¿Vieron? Jimenita va a terminar con el chagas mazza. Ya no voy a tener que hacerme análisis de chagas cuando vuelva del norte.

Clara dijo...

Acabo de leer esto por primera vez, cuánto protagonismo...

y qué lindo que escribís Santi, te llamo pronto!